LA FARERA DE ILLA PANXA.
Nació en la bodega de un barco y aprendió a
caminar trepando los mástiles que cruzaban Alejandría. La gente no comprendía
su pelo gris, ni sus ojos naranjas. Era una niña extraña, esa es la primera
certeza que recuerda haber tenido. Sus padres la amaban con una preocupación
complicada que ella no entendía. Se contaba cuentos trapicheando con deseos
propios y ajenos. Viajó sin descanso. En África vio parir a una elefanta y
estuvo segura de entender así muchas cosas (como por ejemplo: el ciclo de la
vida, su miedo a crecer o, por qué no, la preocupación complicada de su madre).
En otra ocasión cogió un tren que la llevo directa al centro de la tierra,
bebió su lava y desde entonces la llamaron chica volcán. Eso le gustaba, se
sentía con ese nombre una rockstar, y le parecía mucho mejor que ser una chica
extraña. Amo a dioses y diosas terrenos. En una ocasión incluso amo a una sirena
pero se marchó cuando comprendió que alguna de las dos se ahogaría si
finalmente compartían un hogar. Bueno, eso es lo que se decía. En realidad se
marchaba pronto siempre porque el amor era un anhelo y un terror a partes
iguales. Un día en Australia se durmió bajo un eucalipto y mecida por los vahos
se despertó en la bruma de una playa de Galicia. Varios siglos más tarde los
eucaliptos también viajarían a Galicia pero dentro de un plan de
producción madedera... En fin, esa es otra historia. Volvamos a la chica volcán.
En aquella costa se quedó y entendió en ella un nuevo sentimiento, una
nostalgia dulce de aquellas personas queridas que había conocido. Una melancolía
desgarradora y hermosa. Así que decidió construir dos faros, uno para que
encuentren su rumbo los que se van y otro para que lo encuentren los que
vuelven. Nunca se podrían ver los dos faros a la vez, ni siquiera ella podría
verlos. Y nunca vivió en ninguno de los dos, porque en realidad esta no es la
historia de la farera de Illa Panxa pero creí que la de la chica volcán te
gustaría mas.
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