He de reconoceros que envidio la magnífica belleza de vuestras vidas. El
hecho de que tengáis un corazón latiendo, los asombrosos enjambres de sueños
con que extendéis la mente tras una merecida libertad. Ah... ¡el hecho de que
améis! Eso es lo que con más satisfacción robaría del arsenal de delicias de
vuestra existencia. Por eso estoy con Sara. Porque está sola, una soledad
extraña y absoluta. Siempre se sintió a la caza de un dios distinto al resto,
recibiendo un abandono tras otro como si las personas a las que amaba fueran
prescindibles piezas de una maquinaria que giraba sin contar con ella. La niña
fue vendida, manoseada y maltratada. La adolescente tenía las ojeras de quien huye sin noches de descanso, ella misma se puso
en venta con los años conociendo los voraces misterios de la noche como si
nunca temiera nada. Tenía carácter, una fuerza insólita. Y era tierna, como la
palabra revolución en la boca de un niño. Para Sara, los dramas no eran más que
una burla continua frente a la que acudía con su mejor gorro de bufón dispuesta
a estrellarse. Y de cada golpe salió una carcajada viva. De cada tartazo en la
cara una dignidad por nadie comprendida. Tal fue su loca ceremonia que hasta la
propia vida aplaudió y salvarse fue el amor libre entre la lima y la vainilla.
Díganme, ¿quién puede entender la vida? ¿Y quién no va a querer seguir
intentándolo?
Encontrarte, luz,
encontrarte.
Olvidarte, luz,
olvidarte.
Amarte, luz,
amarte.
Luz secretamente tatuada.
Amor imposible de lima y vainilla.
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